lunes, 29 de julio de 2019

Recreo





La infancia se nos terminó en el medio de la infancia, un día de octubre muy húmedo en que no nos dejaron salir al recreo. Después todo siguió de forma normal, vinieron las siguientes edades y con ellas nuestros respectivos cambios de apariencia y comportamiento, las pautas a seguir cuando se tiene diez, once, doce, trece años. No sé si lo entendimos, probablemente no, porque de haber sido así ninguno podría haber seguido haciendo cosas, respirando; creo que en realidad supimos algo pero nunca ninguno de los cuatro lo dijo en voz alta, ni lo escribió en ningún cuaderno o ninguna pared. Tampoco conocíamos demasiado bien las palabras. Hoy diría que en ese momento alguien muy malo nos quiso corromper y para eso nos inyectó un líquido espeso y altamente tóxico que desde entonces no ha parado de recorrernos todo el cuerpo, imperceptiblemente pero sin pausa. Eso es lo que pienso ahora, cuando busco una explicación. Imágenes. La escuela sigue siendo muy grande y misteriosa en mis sueños. Los pasillos son túneles donde las sombras se esconden y aparecen cuando pido permiso para ir al baño y ya son casi las cinco de la tarde y en invierno a esa hora empieza a oscurecer. Los baños son fríos y blancos, parecen carnicerías. Pero el patio es lo que más me asusta, todo ese terreno que durante las horas en que no hay clases queda en silencio y a oscuras. ¿Qué pasa mientras tanto? Una vez entraron a robar de noche y se llevaron bancos de los salones, pero eso no me dio miedo. Lo que me asusta es la idea de que alguien habite la escuela y deje cosas escondidas, o se alimente de los papeles de alfajores que tiramos en los tachos de basura. ¿No estaremos creando un monstruo? Pero de algo estoy seguro: si ese monstruo quisiera comunicarse directamente con nosotros, usaría a Luisa como mensajera. Tal vez haya sido por eso que en esa tarde de octubre nos acercamos mientras ella no hacía nada más que pasarse la lengua por los labios y mirar para abajo como habitualmente hacía, y a la fuerza la encerramos en el salón auxiliar, ese pequeño compartimento con olor a productos químicos y humedad. Pienso ahora que debe haber sido por eso, en ese momento nos dio mucha gracia y hasta nos sentimos excitados ante la idea de que le fuera a faltar el aire durante los minutos en que no abriéramos el candado. Después la soltamos y cayó al piso. Esa tarde dijo que se sentía mal y llamaron a la casa para que la fueran a buscar antes de las cinco. Juro que al otro día el patio estaba mucho más limpio y hermoso que nunca, así que no entiendo por qué en sueños siempre me parece un lugar sombrío, ni tampoco entiendo por qué encuentro huellas de zapatos enormes sobre la tierra, ni por qué los sueños suelen ser mudos, ni por qué cuando me miro al espejo encuentro fragmentos de mi cara que parecen reflejar la piel de otro mucho más joven.
Me pregunto cuándo será el próximo punto de quiebre, y si estaré lo suficientemente lúcido como para percibirlo a tiempo, y si de percibirlo seré capaz de hacer algo. No, no le tengo miedo a los lugares oscuros, le tengo miedo al miedo.

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