martes, 21 de julio de 2020

Título de propiedad

Amanecí en la sala de muebles antiguos y cortinas cerradas. Mi mano demasiado blanca contra el fondo blanco del cementerio de objetos inútiles en la claridad de la mañana. Los espacios todavía sin habitar, el breve lapso en el que ninguno de los dos existimos. Por primera vez sentí cansancio, náuseas, la idea de un parásito. Supe que había caminado por toda la casa recién cuando me vi frente a una ventana descubierta del segundo piso; la mugre sobre el vidrio, el contorno fantasmal de las montañas a lo lejos, nada más. Supe que mi cuerpo se quemaba recién cuando probé tocarme la frente y pude distinguir un surco errático como de letras cursivas firmando un título de propiedad. Vuelvo sobre mis pasos: la noche anterior habías estado dibujando figuras con tu sangre sobre las paredes. Me imaginabas, matabas el tiempo de los siglos enormes diseñando mi apariencia, perfeccionando la genética con el pensamiento.
Me viste nacer, fui una sombra dibujada sobre tu sangre salpicada a la luz inquieta del fuego pálido de las velas. Llegué de ningún lugar, anunciando que todo seguía igual en el gran útero negro. Un recién nacido caminando a ciegas y al que todo le duele, un cuerpo apenas formado recibiendo sobre los hombros el filo de tus dientes, la historia inoculada. Pero nada de lo que recuerdo tiene sentido cuando llego al punto en el que tu cuerpo arde quieto como un árbol en el medio del campo y mi mano estirada sostiene pedazos de cera y pedazos de piel derretidos y mezclados. No sueño, detrás de mis ojos hay un resplandor constante, un memorándum.
Comienzan a disolverse las células madre. Camino unos pasos evitando las ventanas hasta que vuelva la noche. Sobre la superficie del espejo se remueven los fragmentos de mi vida embrionaria, y una vez que se disipan sólo me queda tu imagen, y cada uno de mis gestos está marcado por el fracaso de los tuyos. Y aunque ahora viva encerrado y solo, desde las sombras tus cenizas se agrupan como palabras en idiomas que no entiendo.