martes, 29 de enero de 2019

Saliva






Me despierto de madrugada. Siento la sábana arrugada y húmeda debajo de las piernas, el ventilador moviéndose sigiloso entre la oscuridad. Veo mi cuerpo tendido, fragmentos de piel brillando en las penumbras a causa del sudor. Muevo un poco los pies contracturados, hago sonar sus huesos. Entonces recuerdo: acabo de soñar con la misma mujer por tercera vez en dos semanas. Respiro agitado y pienso en prender la luz, pero me gusta lo que veo -y lo que no-; los objetos de mi cuarto se presentan agradables en esta quietud nocturna. Trato de no pensar en el sueño, de perder las imágenes, porque sé que si no lo consigo rápido al otro día las voy a llevar impregnadas en la piel, disolviéndose con mi sudor y aumentando su efecto a medida que pasan las horas. Pero mi cuerpo está repleto de llagas invisibles que activan sus mecanismos con apenas un roce, y cuando muevo la cabeza para volver a dormirme la humedad viscosa de mi saliva sobre la funda de la almohada me devuelve a la sensación húmeda del sueño. Una mujer llegada de ninguna parte, su cara frente a mi cara. Es la expresión que podría tener pero que no le conozco, la que quizás tenga en momentos similares que me son inaccesibles. Espero en la misma posición durante una sola noche que se extiende a través del verano. La veo aparecer, pronuncia unas pocas palabras. Está casi desnuda y su cuerpo me hace perder la noción del mío: no soy de ninguna manera durante esa secuencia, no cuento con proporciones ni medidas, existo en base a una función. Intento dormirme. Empieza a llover y ya sé de qué color van a ser mis pensamientos al otro día cuando me levante y tenga que bañarme y tenga que vestirme y tenga que salir. La beso, torpemente, y veo el rojo de su lengua, como si a cada movimiento de la lengua se abrieran un par de ojos en el espacio que forman las dos bocas. El sueño siempre repele la culminación: se hace abrupto cuando mi mano baja. No va a venir hoy, no me conoce ni sabe que estuve ahogándome en mis propios fluidos. Casi amanece. El cuerpo está seco. Mi mano baja, otra vez, curtida en la soledad.

viernes, 25 de enero de 2019

sopa

un sueño rojo:
tu sangre hirviendo
en un caldero de hierro
voy a poblar cada una 
de tus células voy a esperarte
debajo de tu piel
hasta que salgas
para decirte
que me regales tus facciones
para que nadie pueda
reconocerte nunca voy a mirar
desde atrás de la tapa
de tus sesos calientes
para que sepas
que te conozco
yo te conozco
me bañé con tu sangre
en una piscina negra
yo adquirí todos tus derechos
una vez
no sé si te acordarás
yo me tragué tu aliento
bocanada de fuego
pero también tengo
el virus que te afecta
guardado en una caja
y en la otra tengo
el antídoto
yo te miro
masticando el dolor
debajo de la lengua
yo te miro y
no hago nada.

martes, 15 de enero de 2019

Fuego en retroceso





Insomnio de nuevo. El cigarro quedó prendido en la oscuridad del cuarto. Mi mente cuando no duermo es un pucho que se apaga despacio, neuronas en retroceso. No, no hay nada de que preocuparse. La noche termina siempre a tiempo. La noche termina siempre. La noche termina conmigo acostado, invariablemente, aunque no duerma. Soy una pieza desconocida y necesaria de la enfermedad nocturna. Soy imprescindible para la felicidad ajena: no me conocen, pero me consumen. Lo que está y no se usa queda en manos de un dios desconocido que goza con el sometimiento de los no creyentes. Nadie tomaría en serio a un dios que no se deja conocer, como si tuviera la cara deforme y sintiera verguenza de su condición anómala. Nadie piensa dos veces antes de dormir, el que decide pierde. La muerte no es sueño, es más silenciosa. No estoy llorando, es el fuego que me dibuja cosas en la cara cuando me duermo. Fuego en retroceso. La palabra muerte en un dialecto íntimo. Igual no hay nada cuando me miro al espejo. No hay nada como mirarse y no verse, no hay nada.

Cirrosis





Eras un pendejo y creíste en el alcohol como el medio más infalible para acelerar tu madurez. Querías ser grande, no un adulto socialmente aceptable, sino alguien con experiencia, con heridas, con nostalgias. Creíste de un modo abstracto que la petaca más barata que encontraras iba a marcarte las arrugas de la frente, o iba a acelerar el crecimiento espeso de la barba; confiaste en el wiski para llegar a ser en menos de una hora aquel que no ibas a ser nunca, -ni siquiera quince o veinte años después, ya gordo, vencido, con un par de intentos de suicidio arriba y varios cientos de litros y gramos en el organismo-, aquel que tampoco habían podido ser ni tu padre ni tu abuelo, a quien ni siquiera habías conocido pero lo sabías la misma clase de perdedor que vos. Quisiste sin saberlo barrer la sangre débil que te habían heredado, la condena del mediocre, pero el alcohol ya se había mezclado con la sangre varias generaciones atrás y nada había cambiado. La trampa de la tolerancia.
Estabas solo. Durante una hora flotaste por tu casa, de a ratos exagerando la falta de control de tu cuerpo, de a ratos asustado con la idea de vomitar. No saliste de tu casa y sí vomitaste al final, cuando ya bajabas y te acordaste de la botella de vino que tu madre tenía guardada y que te tomaste del pico para quedar como un salado frente a los fantasmas de idealizaciones que nunca se iban a materializar: no iban a venir esos rockeros duros a saludarte, no iban a chuparte la pija en el baño de un bar las minas de pelo negro y labios pintados de rojo que te gustaban.
También lloraste por tu primera novia, y fue cuatro o cinco años después de la primera petaca pero estabas en el mismo lugar, en el mismo estado. No vomitaste. Te pusiste a hablar en voz alta porque también tenías la casa sola y como siempre no ibas a salir. Dijiste estupideces con aire de profundidad melancólica. Un idiota queriendo parecer interesante en medio de la miseria sólo porque habías leído un par de libros de Henry Miller o algo por el estilo.
La vida te pasó por encima y no necesitó de tanto tiempo ni de tantas vueltas para hacerlo. No fuiste un héroe muerto en combate, no te desangraste por interponerte en el camino de una flecha que iba dirigida a otra persona, no te mataron por ser un grano incómodo en ningún sistema.
Amanecés muerto aunque tu cuerpo late. Ahora sí sentís dolor, no el de la resaca o el del corte que te hiciste en el brazo; éste es el dolor de la acumulación de polvo que trae los años, el que imaginabas de chico. Apoyás los pies descalzos en el suelo frío. Éste es el dolor. Te pasás las manos por la cara. Éste es el dolor. Vomitás. Éste es el dolor, y no tiene nada de romántico.

Poema vomitado por el perro que duerme en la puerta del hotel






una vez te dije
los hoteles son casas
desnutridas

durante tres horas 
caminé respirando cada
centímetro cúbico del cuarto
esquivando el cable del teléfono
como una sombra
subiendo y bajando
con la fuerza de mis piernas
las camas de una plaza
bajando las persianas
hasta que sonaran como huesos


una vez dijiste
de madrugada no me llames
no soy yo quien contesta

y tuve que
inventar nuevas rutas
aprovechar los espacios
aéreos terrestres
tuve que
caminar por las paredes
haciendo tiempo
hasta que pudieras
recibir mis llamadas

desde hace tiempo que
ocupo este cuarto
y me valgo de todo
para seguir de rehén

desde hace tiempo que
me valgo de todo
para evitar los peligros:
tengo una escopeta
una navaja
y unos trucos de magia negra

hace tres días no te llamo.
entré a bañarme a las siete de la mañana
y la luz en las paredes me hizo pensar
si no habrá forma de conectar
tu habitación con la mía
tu sonambulismo con mi insomnio

no, me dije, si de hecho vivimos
en horas diferentes.


(you caress yourself
and grind my soft cold bones below
your map of desire
burned in your flesh)

no

no, mañana no me verán
en los sitios conocidos
en los sitios habitables
donde la vida se contiene
cuando amanezca
estaré lejos
y habré olvidado
será la última victoria
porque si acepto el olvido
acepto la muerte.