La casa mantiene desde hace cerca de dos años el cartel que dice "Se alquila". Como publicidad es bastante ineficaz, creo yo, ya que lo colocaron en la puerta de entrada, y la puerta de entrada está a unos quince metros de la vereda, en donde lo que hay es un portón bajito de madera, cuya función roza lo simbólico. Con el cartel colgado ofreciendo el alquiler, el portón podría haber servido para algo, pero no, sigue en estado vegetativo. La casa también, o eso me parece. Los primeros meses, incluso el primer año, pasaba muy seguido por ahí sólo para mirar si la había alquilado alguien, pero siempre estaba igual. Al principio me frenaba frente al portón y quedaba largos segundos mirando hacia la puerta de entrada, lleno de nostalgia y con un dejo de resignación. A medida que fueron transcurriendo los meses, cada vez la visitaba menos, y cuando lo hacía apenas levantaba la vista hacia la derecha y seguía caminando, como si cumpliera con una obligación molesta que cuanto antes me la sacara de encima, mejor. Además la verdad es que yo no tenía que pasar por ahí, es decir, no había ninguna necesidad práctica que me obligara o me llevara a tomar la determinación de caminar por esa calle. Cuando me bajaba del ómnibus quedaba en la esquina, pero después tenía que caminar para el otro lado. El transitar por esa cuadra era un capricho, o quizá lo hacía por una necesidad espiritual. Yo salía a dar una vuelta solo y casi siempre recorría las mismas calles, las mismas esquinas, doblaba en los mismos lugares y todo así. Pasar por la casa y mirar era una de mis últimas paradas preestablecidas, después ya volvía.
Había algo raro en la fachada que desde un par de días atrás me venía molestando, apareciendo en forma de imágenes difusas en los momentos previos al sueño. Podía ser la fachada en su totalidad, ya que en estas imágenes yo no conseguía determinar qué era lo molesto. En principio no había nada fuera de lugar, nada que me sorprendiera por nuevo o por distinto. Sin embargo algo me resultaba turbio.
En los siguientes días no pasé por ahí, traté de evitar la cercanía -aunque yo viviera a cuatro cuadras. Cuando me tenía que bajar del ómnibus, lo hacía dos paradas más allá, y después caminaba más pero volvía por otras calles que me alejaban de la casa. Sentía miedo de ver algo de esa cuadra, una columna, un árbol, otra casa, que me tirara el pánico fresco en la cara y yo no supiera qué hacer. Pasaron algunos días, semanas. Había logrado no pensar en nada concerniente a ese lugar ni sentir el miedo que se siente en los momentos previos a algo terrible. Volvía caminando del almacén y vi un cartel en una casa que decía "Se alquila". No me pasó nada, seguí caminando dos cuadras sin pensarlo, pero a la tercera noté un temblor algo molesto en la mano que llevaba las dos bolsas. El temblor persistió, se hizo más notorio incluso. Media cuadra después eran temblor y sudor en las manos, en la cara y en la frente. Sudor y temblor, al unísono, marcando un ritmo cruel. Después vinieron los analgésicos, calmantes, las dos tazas de té, la película sobre detectives que puse para tranquilizarme. Después vinieron otros momentos. Empecé a llenar mi casa de objetos, al azar, sólo para que no quedara casi nada de espacio libre. Ocupé las habitaciones de pared a pared, del suelo al techo. Amontoné muebles, cajas con ropa, bolsas, cajones llenos de hojas, hasta compré un piano que hice poner en mi cuarto. No salía ni visitaba a nadie porque no soportaba los espacios vacíos y enseguida me ponía a pensar en la casa sola, esperando ser alquilada, llena de ecos silenciosos que al mínimo paso, a la mínima palabra comenzarían a rebotar por los cuartos y el pasillo. Pero ya no se hablaba, ya no se caminaba. La casa evidentemente estaba muy oscura, siempre que pasaba las persianas se mantenían cerradas. Pensé en que así habían estado siempre y que yo conocía esa oscuridad. No era falta de luz exterior, era lo oscuro en esencia, pero ahora también era vacío y yo había estado muy al borde.
Me dije que la nostalgia hace mal. Me dije que no me importaba si todas las cosas que puse en mi casa no me dejaban llegar a la puerta, no salir significaría alejarme de lo que fuera que me esperara. Empecé a dormir con las luces prendidas. Pasé varios papeles por la ventana de la cocina, todos decían lo mismo: "Cuando muera, derrumben todo esto, que no quede estructura alguna en pie".
No quise hablar más por miedo a que las palabras dijeran algo inapropiado.