martes, 21 de julio de 2020

Título de propiedad

Amanecí en la sala de muebles antiguos y cortinas cerradas. Mi mano demasiado blanca contra el fondo blanco del cementerio de objetos inútiles en la claridad de la mañana. Los espacios todavía sin habitar, el breve lapso en el que ninguno de los dos existimos. Por primera vez sentí cansancio, náuseas, la idea de un parásito. Supe que había caminado por toda la casa recién cuando me vi frente a una ventana descubierta del segundo piso; la mugre sobre el vidrio, el contorno fantasmal de las montañas a lo lejos, nada más. Supe que mi cuerpo se quemaba recién cuando probé tocarme la frente y pude distinguir un surco errático como de letras cursivas firmando un título de propiedad. Vuelvo sobre mis pasos: la noche anterior habías estado dibujando figuras con tu sangre sobre las paredes. Me imaginabas, matabas el tiempo de los siglos enormes diseñando mi apariencia, perfeccionando la genética con el pensamiento.
Me viste nacer, fui una sombra dibujada sobre tu sangre salpicada a la luz inquieta del fuego pálido de las velas. Llegué de ningún lugar, anunciando que todo seguía igual en el gran útero negro. Un recién nacido caminando a ciegas y al que todo le duele, un cuerpo apenas formado recibiendo sobre los hombros el filo de tus dientes, la historia inoculada. Pero nada de lo que recuerdo tiene sentido cuando llego al punto en el que tu cuerpo arde quieto como un árbol en el medio del campo y mi mano estirada sostiene pedazos de cera y pedazos de piel derretidos y mezclados. No sueño, detrás de mis ojos hay un resplandor constante, un memorándum.
Comienzan a disolverse las células madre. Camino unos pasos evitando las ventanas hasta que vuelva la noche. Sobre la superficie del espejo se remueven los fragmentos de mi vida embrionaria, y una vez que se disipan sólo me queda tu imagen, y cada uno de mis gestos está marcado por el fracaso de los tuyos. Y aunque ahora viva encerrado y solo, desde las sombras tus cenizas se agrupan como palabras en idiomas que no entiendo. 

martes, 17 de diciembre de 2019

Descenso

Mujer de antes, de antes del tiempo. Los océanos tienen tu forma. Vas caminando por encima del agua, y por debajo se debate el núcleo confuso de toda existencia. Tus pies dejan huellas mojadas que atraviesan distintos sueños, y en cada sueño distintas capas. El descenso es lento, la densidad ahoga la materia, profundiza la respiración. Estás coronada por tu piel, un rayo de sol dibujando formas sagradas. Cada vez que despierto recuerdo tus colores que son los colores de la naturaleza, de los volcanes y de las selvas, de los espacios que dejan las palabras, pero cuando el insomnio de verano me derrite contra las paredes, apenas puedo representarte con una piel humana. Tu piel brilla, pequeña estructura solar iluminando la noche. El descenso es tibio. Te ofrezco las mareas de saliva que se forman en mi boca, espero que con ellas optimices la vida en un espacio nuevo reservado para los milagros. Mujer de agua, el tiempo se detiene cuando te idealizo. Mi cama navega por un ramaje privado de tu cuerpo, buscándote. Estás en una isla. Tengo que mirar por encima de mis ojos para reconocer el brillo marino de tu pelo negro y ondulado. Mujer de antes, de antes de tu nombre.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Los niños sueñan con planetas nuevos





A los cinco años descubrí que las ciudades son puentes infinitos, transiciones circulares. Me acerqué al borde de unos de esos puentes, apoyé las rodillas en el asfalto y cerré los ojos. Pensamientos como ruinas, sensaciones nuevas. Una mariposa ondulándose entre dos mundos. En el mundo de mis ojos cerrados no hay umbrales, hay pasos que suenan verdes y azules y amarillos. La luz directo a mi retina estereotipa la primavera, la nombra y la usa como material combustible. Mi actitud cambia. Explosiones en el cuerpo. Es decir, silencio.




Los pensamientos se vuelven agua, sube el nivel de la marea y todo queda diluido, inutilizable. Es el mecanismo. Aunque ahora sí podría hablar, pero no hay nadie alrededor de la cruz ni del cuerpo que me constituye. Mi cuerpo será agua dentro de pocas horas. El amor no es recíproco a menos que se tenga muchísimo tiempo, más de tres días. Me gustaría tener las manos desatadas para cruzar el círculo invisible que me rodea. Luego volvería a mi posición, los golpes de martillo más fuertes que nunca, las muñecas sangrantes: autoaceptación. No vienen por mí. No los espero. Una voz me habla al oído y sólo logra confundirme.





Ya no hay pánico cuando doy vuelta los ojos. Un túnel oscuro que desemboca en cualquier momento de mi vida que no tuvo sentido. Soy eso mismo que describo, te pido que me aceptes. No quisiera existir fuera de mi aliento. Cuando te acerques a mi piel, no desordenes nada. Cuando te acerques y apoyes tu cabeza contra cualquier pared vas a sentir el ruido que hacen las estaciones al arrastrarse. Ese es mi cuerpo, lo que nos abarca y nos ahoga. Somos una familia encerrada en un castillo, una dinastía signada por la tragedia.





Un viaje continuo hasta que cada punto de la tierra te sea familiar y repetitivo. Las quemaduras en la piel marcando los caminos secretos de cada pueblo, las vivencias de aquellos con los que te cruzaste. Pasaste hambre, fuiste devorado por la noche y naciste bajo el sol del desierto muchas veces. El cráneo de un animal te mira siempre. Pero el eclipse avanza. Tal vez así recuperes cierta pureza, cierto encanto primitivo, y recuerdes los segundos previos a despertarte sobre este planeta y sentirte impulsado a caminar como si fueras una fuerza más de la naturaleza. Pero los hombres nunca llegan a disolverse del todo, no logran mimetizarse por completo con su ambiente. Estás tirado al borde de la playa, con la espuma revolviéndose en tu boca y los párpados temblando. No lograste nada, apenas te estás muriendo.




El barco se mueve. Espero la muerte con poca curiosidad. Todos los momentos posteriores a uno solo ya son la muerte porque carecen de sentido. Aunque la guerra terminara, aunque volviese con vida, con todas mis facultades físicas y mentales intactas, aunque me encontrara con cada persona que he conocido y que ha pensado en mí durante este tiempo de guerra, igualmente eso sería la muerte. Seguiría muerto, y sentiría más pena por los demás que por mí. En cierto sentido ocupo un espacio más auténtico en el mundo que mi familia, que mis amigos. Les escribiría una carta ahora mismo para explicarles todo, pero el revólver está más cerca que las palabras.




Esta manera de mirar el sol a través de tus manos también es la vida. Sentir la presión del suelo bajo mis pies puede llegar a ser un milagro, si se lo mira bien. El viento trae olores lejanos, me incita a que cargue con el mundo a mis espaldas y lo lleve hacia el borde más próximo donde plegarse y volver a nacer. El sol se mueve siempre hacia el oeste, busca la muerte. No se trata de resignarse, sino de entender. Miro a los niños correr hacia los últimos rayos del día. Entiendo.




Movimientos migratorios. Los niños sueñan con planetas nuevos. Los sienten en la piel, esferas de colores girando en torno a una idea misteriosa. En el espacio nos volvemos inmunes a las ideas que no apuntan hacia el núcleo. Apunto hacia el núcleo: una piedra opaca. Mi entendimiento no puede determinar el sentido de todo. Hay algo a lo que llegar. Los niños son brújulas. Los niños sueñan que son planetas nuevos, y luego que son dioses, y luego que se van devorando entre todos hasta dejar al descubierto aquello que sea esencial, aunque no quede nadie para entenderlo. 




Siempre hay un regreso esencial. Un círculo de fuego trazándose bajo la piel, aumentando el dolor a medida que se acerca a sí mismo. Llegar a una conclusión nos deja impedidos para sentir esperanza, y amor. Los templos fueron hechos para derrumbarse, pero sobre sus ruinas no se construyen otros templos, se edifican memorias. 

lunes, 18 de noviembre de 2019

Lo que resta




Me hablaste de un libro. Al comienzo lo mencionaste apenas, una palabra breve pronunciada en medio de una tormenta. Luego fue la metástasis. Copiaste el libro entero, cada palabra fue escrita a partir de tu mano derecha. Escribiste en las paredes de tu casa, en baños públicos, en los cuerpos de otros. La ventana de mi cuarto también está rayada. Acerco la cabeza para ver cómo amanece, pero no sé leer otra cosa. El año pasado estuve enfermo, cada acción significaba una pérdida. Caminé muy temprano por una feria, la recorrí entera tres veces. Tu libro estaba en ese lugar, a la venta. La carne nueva representándote en la tierra, ya que te habías ido. Nada después de eso. Llego a mi casa. Creía saber la existencia de una sola copia en el mundo. Miro la tapa: colores vivos, pero de otra vida. No me importa. No estás sobre la mesa, no existe ningún milagro que te devuelva fuera de esta representación, de este silencio entre líneas. Ahora saco las llaves de mi bolsillo, ahora las aparto con los dedos hasta encontrar la más filosa. La piel olvidada es dura y fría como la de un reptil. Cierro los ojos. Dejo que las gotas oscuras caigan al suelo. Escritura automática. Ahora, cuando miro, sólo veo un charco deforme y pegajoso. No tengo nada para decirte. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Todos los finales






Entré a tu casa tiempo después. Había enterrado las llaves en un campo al azar, a varios kilómetros de cualquier idea nuestra. Todo estaba invertido, gélido. Sobre la mesa apenas se distinguía tu mensaje: trece fotos en sepia. No las reconocí. Parecían formar parte de una secuencia tomada en apenas un par de segundos sobre la misma figura, y se iban volviendo cada vez más borrosas si se miraban de izquierda a derecha, hasta derivar en la última mancha vertiginosa, una especie de vómito verde y marrón acelerándose infinitamente. No sé si era de noche, pero cada objeto que enfocaba con la mirada me concedía unos pocos segundos de luminosidad fría y luego se apagaba, dejándome siempre con la sensación de estar parado en una habitación mucho más grande que tu comedor. Estabas muerta, eso era seguro. Contaba con una variedad enorme de ideas -casi figuras- donde la muerte te reducía a sobras sangrientas de ropa tirada al costado de una carretera, o donde alguien te robaba la cámara y con ella te machacaba el cráneo hasta formarte un nuevo orificio. Busqué la cámara para limpiarle la sangre, quise entrar a los cuartos pero las puertas estaban tapiadas. Habías muerto, sí, pero recién terminamos cuando, haciendo fuerza contra la pared con la llave entre los dedos, escribí que ésa era la suma de todos los finales, una conclusión lógica y previsible.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Alud

La tormenta me muestra colores. Detrás están tus ojos, y detrás hay un país exótico al que nunca voy a viajar. No te deslices a través de mi silencio, no renueves las visiones que impregnan estas paredes. Necesito espacios limpios. Hay palabras que, sin nombrarlo, preceden al abismo. El agua es violenta. Hay una fuente en tus pensamientos, danzan figuras y nombres. Un conducto que termina en mí, siempre en mí, se ocupa de ahogarme tres veces por día. No camines por las paredes de mi estómago. El dolor es hondo, casi un círculo. Sé dónde encontrarte. A través de las nubes te voy encontrando: estás hecha de nubes. Caminaba por los jardines violetas y rojos donde tus amigos fueron árboles al borde del sendero. Hoy camino por una ciudad dormitorio. Dejo oculta entre un caño blanco y la pared una botella con algo de whisky. No pienso terminar ninguna botella. Los círculos no se cierran, las etapas no se terminan. Tus mensajes suelen ser viento, ráfagas que comunican algo importante tapado por todo lo que hay en el camino: maullidos de gatos, balas, alarmas de autos, música lejana. Voy a seguir caminando hasta que recuerde dónde dejé esa botella. No te entiendo, y nunca estuvimos tan cerca. En mi ciudad no cae nieve. Todos los elementos naturales te obedecen y, sin embargo, en el centro de la noche, me estás esperando. Te necesito. No guíes mis pasos. Me tiro whisky encima. Me anima la idea de un cuerpo en llamas saltando hacia el fondo de un aljibe, iluminando la pared de ladrillos a su paso. El sonido de un fósforo. Todas mis intenciones van a quedar sepultadas cuando aparezcas. No aplaudas. Estoy frío. Pienso. Soy ruinas pero pienso. El chasquido de tus labios formando una palabra es suficiente. Quedo cubierto por un alud.  

Impacto

Te pedí que abrieras con tus dientes un surco en mi cuerpo para que la sangre marcara un camino alternativo a la autopista. Nada más que eso puedo ofrecerle al mundo: un apocalipsis íntimo: muero bajo el cielo cargado de nubes: podrían pasar siglos hasta que encuentren mi cuerpo: mi cuerpo no será tierra fértil: edificaron ciudades encima del desierto: estoy tapado por capas de concreto.
O tal vez no muera y me vea obligado a devorar los ojos de cada conductor anónimo que se atreva a mirarme, y luego tenga que desviar la mirada de los tuyos por miedo a que me atrapen en medio del océano que reflejan sin descanso. Mi peor miedo es estar en el centro exacto de cualquier océano, y no recordar el sentido de las acciones. Uno de los dos tiene que ser la isla, el camposanto. Te dije que nuestra sangre sería el combustible primordial de todas las civilizaciones futuras; cerraste los ojos y sentí tu carne morder en mí todos los sueños frustrados de nuestra época. Cediste. Pasé mi lengua por el hueco que dejaban tus labios entreabiertos. La nueva lluvia. Nos cubrimos con el auto dado vuelta, el agua apagó las llamas un segundo antes de que todo explotara. Justo a tiempo, tu muerte.

lunes, 29 de julio de 2019

Recreo





La infancia se nos terminó en el medio de la infancia, un día de octubre muy húmedo en que no nos dejaron salir al recreo. Después todo siguió de forma normal, vinieron las siguientes edades y con ellas nuestros respectivos cambios de apariencia y comportamiento, las pautas a seguir cuando se tiene diez, once, doce, trece años. No sé si lo entendimos, probablemente no, porque de haber sido así ninguno podría haber seguido haciendo cosas, respirando; creo que en realidad supimos algo pero nunca ninguno de los cuatro lo dijo en voz alta, ni lo escribió en ningún cuaderno o ninguna pared. Tampoco conocíamos demasiado bien las palabras. Hoy diría que en ese momento alguien muy malo nos quiso corromper y para eso nos inyectó un líquido espeso y altamente tóxico que desde entonces no ha parado de recorrernos todo el cuerpo, imperceptiblemente pero sin pausa. Eso es lo que pienso ahora, cuando busco una explicación. Imágenes. La escuela sigue siendo muy grande y misteriosa en mis sueños. Los pasillos son túneles donde las sombras se esconden y aparecen cuando pido permiso para ir al baño y ya son casi las cinco de la tarde y en invierno a esa hora empieza a oscurecer. Los baños son fríos y blancos, parecen carnicerías. Pero el patio es lo que más me asusta, todo ese terreno que durante las horas en que no hay clases queda en silencio y a oscuras. ¿Qué pasa mientras tanto? Una vez entraron a robar de noche y se llevaron bancos de los salones, pero eso no me dio miedo. Lo que me asusta es la idea de que alguien habite la escuela y deje cosas escondidas, o se alimente de los papeles de alfajores que tiramos en los tachos de basura. ¿No estaremos creando un monstruo? Pero de algo estoy seguro: si ese monstruo quisiera comunicarse directamente con nosotros, usaría a Luisa como mensajera. Tal vez haya sido por eso que en esa tarde de octubre nos acercamos mientras ella no hacía nada más que pasarse la lengua por los labios y mirar para abajo como habitualmente hacía, y a la fuerza la encerramos en el salón auxiliar, ese pequeño compartimento con olor a productos químicos y humedad. Pienso ahora que debe haber sido por eso, en ese momento nos dio mucha gracia y hasta nos sentimos excitados ante la idea de que le fuera a faltar el aire durante los minutos en que no abriéramos el candado. Después la soltamos y cayó al piso. Esa tarde dijo que se sentía mal y llamaron a la casa para que la fueran a buscar antes de las cinco. Juro que al otro día el patio estaba mucho más limpio y hermoso que nunca, así que no entiendo por qué en sueños siempre me parece un lugar sombrío, ni tampoco entiendo por qué encuentro huellas de zapatos enormes sobre la tierra, ni por qué los sueños suelen ser mudos, ni por qué cuando me miro al espejo encuentro fragmentos de mi cara que parecen reflejar la piel de otro mucho más joven.
Me pregunto cuándo será el próximo punto de quiebre, y si estaré lo suficientemente lúcido como para percibirlo a tiempo, y si de percibirlo seré capaz de hacer algo. No, no le tengo miedo a los lugares oscuros, le tengo miedo al miedo.

domingo, 21 de julio de 2019

cenizas en claroscuro

rodeados por el fuego
vimos tus ojos caer 
como piedras tus ojos 
cenizas dentro de un reloj 

marcando la hora 

de nuestra muerte 


cuando las aguas caudalosas 
invierten su camino 
la vida colisiona 
en el medio del azul más oscuro 

y las nubes son grises 
y la lluvia es ácida 
y conocer el futuro 
no implica ningún beneficio

pero si te dijera 
que estás en condiciones de elegir 
la forma de tu muerte 
¿pedirías, entre lágrimas densas
el menor sufrimiento? 
¿o aceptarías la aventura 
del conocimiento extremo 
concentrado en un solo segundo 
previo a caer
en la boca de los leones? 

En camino

Es feriado. Nadie sale, todos duermen recostados sobre su propio dulzor tibio. O simplemente desaparecen, entran en un paréntesis de quietud e intrascendencia. El ómnibus avanza con lentitud, recogiendo y alimentándose de las pequeñas exhalaciones que desprenden los sueños. En cualquier momento podría frenar y eso no tendría nada de sorprendente, apenas se notaría la ausencia del motor zumbando en el aire, la monotonía del paisaje se detendría en algún punto cualquiera lleno de verde y marrón, una fotografía anodina del trayecto entre un punto y el siguiente. Pero el ómnibus no frena, sigue avanzando como si tuviera algo importante que decirle al tiempo, o al día, o a sí mismo. Las tres personas que ocupan otros asientos también parecen dormidas, podrían tratarse de decorado si creyera que todo lo que pasa me pasa a mí. Los rayos de sol a través del vidrio mugriento determinan la tarde, son señales de lo más concreto: la tarde, la claridad y lo conocido. Desde la ventana de mi casa puedo ver la forma en que oscurece, las sombras del rosal caen sobre el muro celeste, lo pintan de negro, y el muro es el primer horizonte; detrás aparece el gris denso del otro muro, el que me separa de mis vecinos; y más atrás el cielo azul oscuro parece el fondo de todo, la suma de todas las fuerzas que colisionan y forman la noche. Pero desde el ómnibus no veo tanto, apenas nubes y pasto mal cortado, y un camino que no termina nunca de desplegarse. Los feriados son como el momento previo a nacer, aunque nadie lo sepa.