domingo, 21 de julio de 2019

En camino

Es feriado. Nadie sale, todos duermen recostados sobre su propio dulzor tibio. O simplemente desaparecen, entran en un paréntesis de quietud e intrascendencia. El ómnibus avanza con lentitud, recogiendo y alimentándose de las pequeñas exhalaciones que desprenden los sueños. En cualquier momento podría frenar y eso no tendría nada de sorprendente, apenas se notaría la ausencia del motor zumbando en el aire, la monotonía del paisaje se detendría en algún punto cualquiera lleno de verde y marrón, una fotografía anodina del trayecto entre un punto y el siguiente. Pero el ómnibus no frena, sigue avanzando como si tuviera algo importante que decirle al tiempo, o al día, o a sí mismo. Las tres personas que ocupan otros asientos también parecen dormidas, podrían tratarse de decorado si creyera que todo lo que pasa me pasa a mí. Los rayos de sol a través del vidrio mugriento determinan la tarde, son señales de lo más concreto: la tarde, la claridad y lo conocido. Desde la ventana de mi casa puedo ver la forma en que oscurece, las sombras del rosal caen sobre el muro celeste, lo pintan de negro, y el muro es el primer horizonte; detrás aparece el gris denso del otro muro, el que me separa de mis vecinos; y más atrás el cielo azul oscuro parece el fondo de todo, la suma de todas las fuerzas que colisionan y forman la noche. Pero desde el ómnibus no veo tanto, apenas nubes y pasto mal cortado, y un camino que no termina nunca de desplegarse. Los feriados son como el momento previo a nacer, aunque nadie lo sepa. 

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