viernes, 22 de noviembre de 2019

Los niños sueñan con planetas nuevos





A los cinco años descubrí que las ciudades son puentes infinitos, transiciones circulares. Me acerqué al borde de unos de esos puentes, apoyé las rodillas en el asfalto y cerré los ojos. Pensamientos como ruinas, sensaciones nuevas. Una mariposa ondulándose entre dos mundos. En el mundo de mis ojos cerrados no hay umbrales, hay pasos que suenan verdes y azules y amarillos. La luz directo a mi retina estereotipa la primavera, la nombra y la usa como material combustible. Mi actitud cambia. Explosiones en el cuerpo. Es decir, silencio.




Los pensamientos se vuelven agua, sube el nivel de la marea y todo queda diluido, inutilizable. Es el mecanismo. Aunque ahora sí podría hablar, pero no hay nadie alrededor de la cruz ni del cuerpo que me constituye. Mi cuerpo será agua dentro de pocas horas. El amor no es recíproco a menos que se tenga muchísimo tiempo, más de tres días. Me gustaría tener las manos desatadas para cruzar el círculo invisible que me rodea. Luego volvería a mi posición, los golpes de martillo más fuertes que nunca, las muñecas sangrantes: autoaceptación. No vienen por mí. No los espero. Una voz me habla al oído y sólo logra confundirme.





Ya no hay pánico cuando doy vuelta los ojos. Un túnel oscuro que desemboca en cualquier momento de mi vida que no tuvo sentido. Soy eso mismo que describo, te pido que me aceptes. No quisiera existir fuera de mi aliento. Cuando te acerques a mi piel, no desordenes nada. Cuando te acerques y apoyes tu cabeza contra cualquier pared vas a sentir el ruido que hacen las estaciones al arrastrarse. Ese es mi cuerpo, lo que nos abarca y nos ahoga. Somos una familia encerrada en un castillo, una dinastía signada por la tragedia.





Un viaje continuo hasta que cada punto de la tierra te sea familiar y repetitivo. Las quemaduras en la piel marcando los caminos secretos de cada pueblo, las vivencias de aquellos con los que te cruzaste. Pasaste hambre, fuiste devorado por la noche y naciste bajo el sol del desierto muchas veces. El cráneo de un animal te mira siempre. Pero el eclipse avanza. Tal vez así recuperes cierta pureza, cierto encanto primitivo, y recuerdes los segundos previos a despertarte sobre este planeta y sentirte impulsado a caminar como si fueras una fuerza más de la naturaleza. Pero los hombres nunca llegan a disolverse del todo, no logran mimetizarse por completo con su ambiente. Estás tirado al borde de la playa, con la espuma revolviéndose en tu boca y los párpados temblando. No lograste nada, apenas te estás muriendo.




El barco se mueve. Espero la muerte con poca curiosidad. Todos los momentos posteriores a uno solo ya son la muerte porque carecen de sentido. Aunque la guerra terminara, aunque volviese con vida, con todas mis facultades físicas y mentales intactas, aunque me encontrara con cada persona que he conocido y que ha pensado en mí durante este tiempo de guerra, igualmente eso sería la muerte. Seguiría muerto, y sentiría más pena por los demás que por mí. En cierto sentido ocupo un espacio más auténtico en el mundo que mi familia, que mis amigos. Les escribiría una carta ahora mismo para explicarles todo, pero el revólver está más cerca que las palabras.




Esta manera de mirar el sol a través de tus manos también es la vida. Sentir la presión del suelo bajo mis pies puede llegar a ser un milagro, si se lo mira bien. El viento trae olores lejanos, me incita a que cargue con el mundo a mis espaldas y lo lleve hacia el borde más próximo donde plegarse y volver a nacer. El sol se mueve siempre hacia el oeste, busca la muerte. No se trata de resignarse, sino de entender. Miro a los niños correr hacia los últimos rayos del día. Entiendo.




Movimientos migratorios. Los niños sueñan con planetas nuevos. Los sienten en la piel, esferas de colores girando en torno a una idea misteriosa. En el espacio nos volvemos inmunes a las ideas que no apuntan hacia el núcleo. Apunto hacia el núcleo: una piedra opaca. Mi entendimiento no puede determinar el sentido de todo. Hay algo a lo que llegar. Los niños son brújulas. Los niños sueñan que son planetas nuevos, y luego que son dioses, y luego que se van devorando entre todos hasta dejar al descubierto aquello que sea esencial, aunque no quede nadie para entenderlo. 




Siempre hay un regreso esencial. Un círculo de fuego trazándose bajo la piel, aumentando el dolor a medida que se acerca a sí mismo. Llegar a una conclusión nos deja impedidos para sentir esperanza, y amor. Los templos fueron hechos para derrumbarse, pero sobre sus ruinas no se construyen otros templos, se edifican memorias. 

lunes, 18 de noviembre de 2019

Lo que resta




Me hablaste de un libro. Al comienzo lo mencionaste apenas, una palabra breve pronunciada en medio de una tormenta. Luego fue la metástasis. Copiaste el libro entero, cada palabra fue escrita a partir de tu mano derecha. Escribiste en las paredes de tu casa, en baños públicos, en los cuerpos de otros. La ventana de mi cuarto también está rayada. Acerco la cabeza para ver cómo amanece, pero no sé leer otra cosa. El año pasado estuve enfermo, cada acción significaba una pérdida. Caminé muy temprano por una feria, la recorrí entera tres veces. Tu libro estaba en ese lugar, a la venta. La carne nueva representándote en la tierra, ya que te habías ido. Nada después de eso. Llego a mi casa. Creía saber la existencia de una sola copia en el mundo. Miro la tapa: colores vivos, pero de otra vida. No me importa. No estás sobre la mesa, no existe ningún milagro que te devuelva fuera de esta representación, de este silencio entre líneas. Ahora saco las llaves de mi bolsillo, ahora las aparto con los dedos hasta encontrar la más filosa. La piel olvidada es dura y fría como la de un reptil. Cierro los ojos. Dejo que las gotas oscuras caigan al suelo. Escritura automática. Ahora, cuando miro, sólo veo un charco deforme y pegajoso. No tengo nada para decirte. 

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Todos los finales






Entré a tu casa tiempo después. Había enterrado las llaves en un campo al azar, a varios kilómetros de cualquier idea nuestra. Todo estaba invertido, gélido. Sobre la mesa apenas se distinguía tu mensaje: trece fotos en sepia. No las reconocí. Parecían formar parte de una secuencia tomada en apenas un par de segundos sobre la misma figura, y se iban volviendo cada vez más borrosas si se miraban de izquierda a derecha, hasta derivar en la última mancha vertiginosa, una especie de vómito verde y marrón acelerándose infinitamente. No sé si era de noche, pero cada objeto que enfocaba con la mirada me concedía unos pocos segundos de luminosidad fría y luego se apagaba, dejándome siempre con la sensación de estar parado en una habitación mucho más grande que tu comedor. Estabas muerta, eso era seguro. Contaba con una variedad enorme de ideas -casi figuras- donde la muerte te reducía a sobras sangrientas de ropa tirada al costado de una carretera, o donde alguien te robaba la cámara y con ella te machacaba el cráneo hasta formarte un nuevo orificio. Busqué la cámara para limpiarle la sangre, quise entrar a los cuartos pero las puertas estaban tapiadas. Habías muerto, sí, pero recién terminamos cuando, haciendo fuerza contra la pared con la llave entre los dedos, escribí que ésa era la suma de todos los finales, una conclusión lógica y previsible.