miércoles, 13 de febrero de 2019

Pasos silenciosos

La mansión es blanca y funciona como manicomio desde hace un número indefinido de siglos. Desde el siglo pasado es un manicomio exclusivamente de mujeres, ya que algunas no podían soportar los gemidos nocturnos de los leones, así que los hicieron desaparecer. Las mujeres son muchas y muy hermosas. Son jóvenes, tienen la piel suave y la mirada siempre perdida, como drogadas. Suelen estar sentadas durante horas en el pasto, y un momento sublime del día se da cuando todas dirigen sus ojos distraídos hacia la misma dirección, no importa en qué lugar de la casa estén, miran todas hacia ese lugar durante unos segundos -generalmente hacia el sur, allí donde una reja separa el predio de la mansión del camino asfaltado que conduce al bosque-. Cuando esto sucede, un resplandor tenue se eleva por encima de los árboles, un fuego fatuo que brilla con igual fuerza a cualquier hora del día.
Las mujeres no tienen un nombre fijo, establecieron una lista de nombres que sonaran suaves, como Laura, Elena, Eleonora, Penélope, Lidia, y empezaron a turnarse cada una semana para usarlos. Cuando les toca Lidia, cualquiera de ellas se vuelve la mujer más triste y perdida del mundo. La depresión del nombre es riesgosa, puede llegar a puntos de enfermedad mental poco tolerables para la institución. Para esos casos tenemos un método bastante efectivo: despertamos a Lidia de madrugada, le atamos los ojos con una venda, la conducimos por el camino asfaltado hasta el bosque y allí la dejamos, entre los árboles, a la espera de que alguno de los leones aparezca. El instinto de supervivencia suele funcionar -la vejez del animal también ayuda-, y por lo general cuando volvemos al bosque a la mañana, Lidia está sentada encima de la bestia muerta. Para ella es terapéutico, y la piel de león se transforma en alfombras sobre las cuales caminan pies desnudos de mujeres tristes. Pies suaves y delicados. Pasos silenciosos de mujeres hermosas. 

miércoles, 6 de febrero de 2019

Incendios en cadena









Están de vacaciones. Es de noche, salieron a caminar por la rambla que también es la avenida principal. El niño siente un profundo terror ante la idea de meterse en el agua de la playa, esa agua oscura como petróleo. Teme a la inmensidad, a los elementos inabarcables; a veces transpira cuando por televisión pasan imágenes del mar abierto, o del espacio exterior o de la estatua de la libertad desde cerca. Recuerda la vez en que, nadando en la piscina abierta del club de su barrio, sintió un pánico repentino al darse cuenta de que era el único de los niños que no había salido todavía del agua. Recuerda los rayos de sol filtrándose por debajo del agua. Atardecía. Quizás por eso sintió la imperiosa necesidad de salir rápido de la piscina, para salvarse del agua oscura.
La madre le habla, le propone seguir caminando, ir a otros lugares. Le pregunta cosas sobre la carpa, las carpas que hay en el camping, la gente que las ocupa, los árboles. La mañana del día anterior el niño se había despertado con un regalo de parte de su madre: una camiseta de fútbol. Hacía mucho calor, fueron a la playa durante un par de horas. Después caminaron hacia los márgenes de la ciudad, en dirección a uno de los cerros que la rodean. Subieron el cerro caminando, por el camino pavimentado que habitualmente recorren los autos. LLegaron hasta la fuente de agua y la estatua del animal, ahí donde la mayoría de la gente quiere llegar para sacarse fotos y tomar agua. El niño vio una lagartija totalmente quieta sobre uno de los escalones que subían hasta la fuente. Transpiró. Al otro día, cuando despertó y salió de la carpa se encontró con un espectáculo atípico en el cielo: tres o cuatro helicópteros iban y venían por el mismo camino y sin detenerse. El sonido de las hélices era lejano pero constante. Cuando llegaron a la rambla el niño pudo ver bien cómo los helicópteros descendían hasta el agua -no muy lejos de la playa-, cargaban unos recipientes de hierro y volaban hasta el cerro para intentar apagar el incendio. El cerro estaba prendido fuego, y el niño pensó que el fuego tendría que haberse originado sí o sí en el lugar mismo de la fuente, y que la estatua del animal estaría a punto de destruirse, y que las lagartijas estarían todas muertas.
Se detienen sobre la baranda que separa la rambla de la playa. La gente habla y camina en todas las direcciones. El niño mira la costa extenderse hacia el sur. Aunque no logre calcular bien, puede pensar en la distancia entre un lugar y otro no por las luces eléctricas de los balnearios linderos, sino por el rojo de las llamas que brillan en medio de la noche. El niño piensa en una serie de personas prendiendo bengalas en distintos puntos de un mismo camino, para guiarse. La madre le habla de la cadena de incendios que se desató con el primero, el incendio del cerro. Pero no son personas, son aglomeraciones de pasto, árboles y casas ardiento al unísono. Le habla de la suerte que tuvieron de visitarlo justo el día anterior. El fuego marca un camino. Hay algo morboso en la manera en que atraviesa la noche, sin disminuir su intensidad, extendiéndose lentamente. El niño piensa que sí, que tuvieron suerte y que le gustaría haber tenido algo que ver con el origen del fuego, pero los elementos naturales no se originaron en sus manos, ni los controla. Piensa en hacer la prueba el próximo verano, subir a otro de los cerros y esperar a que se inciende al día siguiente. La madre le dice que es tarde. Vuelven.