jueves, 19 de noviembre de 2015

Un cadáver. La incomunicación.

Afuera está lloviendo y no me es posible calcular la cantidad de caracoles que morirán aplastados sin que yo me entere. Escucho algún auto, alguien tose y su garganta se aleja por el pasillo. A pocos metros de donde estoy, un gato intenta vomitar y no lo consigue. Hace horas tengo una mano revolviendo la barba que me dejé crecer un par de días atrás, aunque si me esfuerzo un poco puedo tocar pelos provenientes de barbas más antiguas que me pinchan en señal de rechazo. No me reconocen, lo entiendo.
Mis rodillas siempre pasan desapercibidas, ya es hora de que haga algo con ellas. Hice algo y sangran, me pregunto si la libertad siempre tiene que ser así de dolorosa.
Me veo obligado a prestarle atención al cadáver que tengo a mis pies. Tiene nombre, le gusta el piso de baldosas y reclama mi atención. Cualquiera quiere atención después de estar días ahí tirado, un tema de modales. Cómo me gustaría que lloviera más fuerte para que no pudiera escucharme la voz. El problema es que se sabe casi todos mis trucos, ni siquiera los movimientos de boca la engañan; es inteligente, por algo le permito quedarse conmigo un día de lluvia. A mí la lluvia me gusta escucharla solo, el ruido que hace la gente -o los muertos- cuando escuchan me parece espantoso. En cambio yo no me considero gente, me veo como una extensión de los lugares por los que pasé alguna vez. Sin ir más lejos, hace un par de noches sentí olor a baño de terminal; caminé por acá para ver si en una de esas identificaba algún espejo de baño, no encontré nada. Me senté, casi tropiezo con el cadáver que todavía estaba un poco reacia a mi compañía, y entonces comprendí que de los brazos me brotaba un aroma espantoso, esa mezcla de orín común que proviene de cualquier baño público, y desde ese momento no paro de encontrarme arena de playa brasilera en el ombligo, o en la espalda pedazos de pared roja de un hotel lleno de cucarachas en el que estuve. 
La lluvia paró y creo que es menester que nos comuniquemos. Ella lo sabe, lo sospecha desde que ayer entendió que es inútil buscarse sangre. Ya no la hay. Lo que sí queda es esta incomunicación. No es que nos llevemos mal pero a mí se me hace cada vez mas difícil tocarla, me muevo poco para no tener que cruzarme con sus piernas de muerte. Juntar coraje es ridículo, el coraje tiene que estar siempre ahí, como algo inherente a todos; entonces digamos que junté aire y puse una expresión de confianza y valentía. Me paré con lentitud y rodeé su cuerpo que se iba transformando en el centro de la habitación, de la lluvia que ya no caía y de todos los caracoles muertos. Ensayé de espaldas durante un rato para que ella no advirtiera mi inseguridad, las mujeres muertas perciben todo más claro. Me agaché para que la situación contara con mayor intimidad, no resultó. Te encuentro fría, le dije. No quiso mover la cara ni para mostrarme una mueca de asco, no quedaba nada entre los dos. No entenderla me iba consumiendo gradualmente, me llevaba a tomar decisiones desesperadas, ineficaces. Me senté y la miré con gravedad, ella lo supo pero se resignó a esperar una palabra, un gesto oportuno que no iba a llegar. 
Volvió a llover. Me quedé con las piernas cruzadas, escuchando un saxofón que estaría sonando hace horas. Ahora sí que no había nada entre los dos, ahora sí que miraba un cadáver. 

Cosas que pasan.

Me enojé bastante al no poder pegarle bien a la pelotita blanca que tampoco ayudaba mucho al no picar lo suficiente. Cuando mi frustración llegaba a su punto más alto, se me ocurrió mirar a la paleta y vi que era especialmente incómoda para jugar, entonces me alivié porque yo siempre anduve bastante bien para el ping pong, aunque aparentemente el gordo de remera azul no estaba tan seguro de eso y se reía. Tenía una panza gigante pero ni su cuerpo ni su cara parecían ser de gordo; daba la sensación de estar hinchado. Pero por sobre todas las cosas su imagen me resultaba desagradable, posiblemente a causa de su remera azul que le marcaba el contorno de la panza, o por tener el pelo corto y teñido de rubio, clara señal de un estilo cumbiero-optimista-ganador de la vida que yo tanto desprecio. Además el gordo sacaba mal, me tiraba la pelota de un modo extraño que no llegué a comprender pero que no me daba opción para pegarle nunca, y yo me frustraba y él se reía. No quería terminar pidiéndole por favor, sólo deseaba que sacara bien de una vez por todas para jugar un partido de ping pong como se debe. El gordo se reía y se reía, así que pienso que fue una salvación el hecho de que llegaran unas seis o siete mujeres a vendernos libros. El gordo no pudo menos que mirarlas indiscriminadamente. Más allá de que todas ellas -aunque no sé cuántas eran ni pude identificarlas una por una- tenían poca ropa y estaban bastante buenas, yo no sentí nada erótico o sexual, fue más bien la atracción natural que una mujer puede generar en un hombre, una mujer cualquiera que pasa por delante de un hombre y lo obliga a que la mire y la considere por unos segundos. Para mí fue eso, un grupo de mujeres desconocidas que vendían libros y que yo no podía ignorar simplemente porque eran mujeres. Recuerdo mirar hacia atrás y distinguir -o intuir- a ciertos familiares. Quizá mi abuelo, quizá mi primo, gente así. Me hacían señas y me gritaban cosas referidas a las mujeres que ahora me miraban y que me obligaban a que yo las mirara y me preguntara qué edad tendrían, tema confuso porque de lejos algunas parecían pasar los cuarenta y a medida que se acercaban iban variando su belleza; a veces más viejas, a veces más jóvenes. Una de ellas, estoy casi seguro que era de piel negra, me preguntó qué libros me gustaban. Le dije que me gustaban muchos libros pero que no tenía plata, esperando que me ofrecieran algún tipo de arreglo que supongo percibieron pero que no se interesaron en llevar a cabo. Mencionaron algo sobre el negocio, les pregunté un poco asombrado si todas vendían libros, me dijeron que sí y sonrieron. No sé si el gordo de remera azul seguía allí. Las mujeres se fueron o yo me fui.